Nunca había visto un amencer como aquel del 6 de febrero.
Eran las nueve de la noche, estaba aburrida, decidió salir a dar una vuelta por su urbanización.
Se puso una sudadera azulona, un gorro y salió. Pero cuando estaba a punto de salir, el sonido de su móvil interrumpió el abrir la puerta, dar dos pasos y salir.
-¿Qué haces?-
-Me voy a dar una vuelta, ¿te vienes?-
-Vale, genial-
Estuvo esperándole una media hora, de pie, en la calle negra y solitaria, se acercó a una farola, la única farola con una luz tan intensa como para darle algo de calor.
El césped verde como las esmeraldas congelado, sus labios rosas pasaron a ser morados, sus manos inmóviles, fueron los treinta minutos mas largos de su vida.
Decidió sentarse, sentarse en aquel frio suelo que por mucho que estuviese helado, ella se quería sentar, no aguantaba mas, doblo las piernas y con sus brazos congelados se las agarró, cuando tan solo falta un minuto para esa media hora, aquella persona llegó, se levanto, suspiró y se puso en posición de irse pero en vez de irse le miró con una mirada maligna, estaba enfadada, el le miaraba con una cara de ángel de osito que hacía que ella se derritiese pero en ese momento no lo hacía.
El se acercó a ella, le achuchó y le pidió perdón abrazándola sin embargo ella seguía de brazos cruzados.
Intentó sacarle una sonrisa, esa sonrisa de niña pequeña, esa sonrisa que hacía que fueran los mejores dias de su vida, ella no iba a darsela por el momento.
Caminaron durante horas, no se dieron la mano, ni un abrazo, ella estaba enfadad, triste..., se iba, se iba a ir pero el no lo iba a permitir, la cogió de la cintura, fue arrastrando su mano por su espalda, llego a la mano y se la cogio cuidadosamente para llevarla a un árbol.
Apoyada ella en el árbol y el mirándola fijamente, se quiso ir pero el no lo permitiria, se acercó a ella poco a poco, le enseñó una margarita, le beso, le beso por primera vez y la volvió a apoyar delicadamente en el árbol, sabía que ella estaba cansada; ella sonrió.
Se sentaron en aquel césped blanco, apoyado en el tronco gordo y áspero y apoyada su cabeza en sus piernas mientras el le hacía caricias, se miraban, miraban las estrellas, se reían, se besaban, al cabo de unos minutos convertidos en horas, ellos ya se habían quedado dormidos.
A la mañana siguiente, se levantaron algo aturdidos, eran las seis de la mañana, se despidieron con otro beso y con el primer abrazo de aquella noche.
No obstante antes de irse ella, el le dijo: eres mi margarita; ella le miró con una cara peculiar, no sabía a que se referia pero a la vez sonreía, el lo notó y le repitió: eres especial, única, diferente, tu eres yo.
Al comprenderlo, bajó la cabeza, la subió, le miró y se fue sonriendo.
Mientras ella se iba, el se quedó de pie, apoyado en aquel gran árbol.