Nada envejece tanto como ser un fugitivo: huir de uno mismo cuando te persigue por dentro la enfermedad, renunciar a un amor por no causar daño a otros. Toda deserción deja en el rostro unas huellas muy marcadas. ¿Puede un verano feliz, con las pasiones neutralizadas, devolver el brillo a los ojos, el resplandor a la piel y la entereza a mi ánimo?. Uno también sigue siendo un prófugo cuando corre en busca de la gloria o persigue un sueño más allá del alcance de la mano, o el éxito de un amigo o enemigo te rompe el diafragma. Puedo pensar que si logro la inmutabilidad de ánimo que aconsejaron los clásicos y permanezco sentado con los pies en remojo bajo el sombrero de paja sin ningún afán, tal vez, de pronto, se detendrá el sol en el firmamento... Si permanezco inmóvil nada se moverá. Bastará entonces con aspirar el perfume de la hierbaluisa para que todas las sensaciones que haya tenido desde la niñez construyan un instante perenne con el tiempo detenido que te haga inmortal... Pero tal vez el éxtasis es la huida más cobarde. En medio de la gloria del mediodía, este verano me he visto a mí mismo huyendo hacia el fondo de un paisaje de muertos en cuyo horizonte se extendía una muralla imposible se saltar por muy larga que fuera la tarde.
Manuel Vicent.